lunes, mayo 25, 2009

F(r)OTextO 8: Antes de pasar a la acción

¿Quién sabe si este hombre, que no da la cara y parece marchar ligero, huye o busca el frente de combate, busca alivio o escapa angustiado, corre al encuentro de algo conocido y deseado o parte ignorante a deshacerse, lentamente, como hielo a la intemperie? Ninguno de vosotros lo sabe, ni él mismo lo sabe. Sólo yo, que manejo los hilos que dirigen sus pasos -como si de una marioneta se tratase-, puedo marcar su ruta a golpe de palabras. Así, podría ahora empujarle por el camino de la huida, hacerle pensar que agotará su existencia sin tener más destino que la prisa, o tensar los hilos de su vida y cambiar su dirección con un movimiento acompasado de mis dedos y arrastrarle a una trinchera destinada sólo a los valientes. Y en una u otra senda podría yo aliviar sus penas o cargar sus pasos con el pesado lastre de la angustia; marcarle un fin a su presencia en esta historia o hacer de él el origen de una saga interminable. Podría todo eso, a golpe de palabras, y más, pero es tan limitado el espacio que tengo y ando tan escaso de recursos e ideas que mi único deseo ahora es que salga de una vez por todas este hombre de la foto y que no me apure más en este trance creador en el que estoy sumido y sin salida por su culpa. De otro modo acabaré por matarlo –que no es mal momento éste, en el que no hay nadie en el paseo- y esconderé su cuerpo en el alcantarillado sin preocuparme de las pistas que pudiera dejar sobre los adoquines, que a buen seguro serían borradas por la lluvia o por el eficiente servicio de limpieza. Pero le daré, porque aún no está colmada mi paciencia, una última oportunidad, antes de pasar a la acción, para que se largue: “Sal de la foto de una puta vez, muchacho, si no quieres ver peligrar tu vida”.

jueves, abril 03, 2008

F(r)OTexTO 7: Bajo presión

Se despertó. Aguantó bajo las sábanas pocos minutos, apenas un cuarto de hora. No había mucho más que pensar. El día, que había imaginado lluvioso, brillaba, aunque ahora, tomada ya la decisión, qué importaba que hubiese nubes o luciese el sol. Preparó café con leche y regó unas tostadas con aceite de oliva. Desayunó; era su comida preferida. Recogió el tostador y colocó el menaje que había utilizado en el lavavajillas. Ya en el baño se desnudó. En el espejo encontró su cuerpo con un aspecto saludable. Lo había pensado demacrado, aunque ahora, tomada ya la decisión, qué importaba que su cuerpo fuese estupendo o enfermizo. Dio la espalda a su imagen y entró en la ducha. Mezcló el agua hasta conseguir una lluvia templada. Cerró los ojos. Imaginó que mansos arroyos de agua recorrían amables la suave geografía de su piel. Sin quererlo se relajó. Se había pensado tenso y nervioso en aquel instante y no era así, pero ahora, tomada ya la decisión, qué importaba su estado. Se secó, demorándose en las humedades más ocultas: su sexo, las axilas. Alcanzó el salón al amparo suave de la toalla. La había pensado con un tacto más áspero, pero llegados a este punto, tomada ya la decisión, qué importaba la aspereza o suavidad del paño. Abrió el cajón de la librería en el que guardaba el costurero. Tomó de él unas tijeras y regresó al baño. Colgó la toalla. Se vio otra vez desnudo ante el espejo. Mirándose a los ojos abrió el grifo del lavabo y dejó correr el agua fría. Después cortó, con las tijeras largas y afiladas, las tuberías de su vida. Dos cortes limpios. El agua entonces se torno tibia y encarnada y sus ojos vidrio. Así fue como los manómetros que daban fe de su existencia se pusieron a cero. Después, alguien -quizá la banca, un amigo, la familia, un amor, uno mismo-, no se sabe quién, decidió volver a colocar aquellos instrumentos en la soleada estantería del escaparate, porque siempre hay quien los compra, quien necesita saber qué presión puede soportar antes de tomar la decisión acertada.

lunes, marzo 19, 2007

F(r)OTextO 6: Por necesidad

De mi primera novia me despedía siempre en el portal de su casa. No era un mal lugar, amplio y poco transitado permitía que nos besásemos hasta el babeo y que nos metiésemos mano con una cierta intimidad. Pero el lugar perdió su encanto cuando la mujer de la bolsa comenzó a merodear por la calle. Al principio tuve la sensación de que nos espiaba y hasta llegué a asustarme. La desconocida iba de una puerta a otra, de un rincón a otro, de una esquina a la siguiente, o cambiaba de acera sin justificación razonable, o volvía sigilosa sobre sus pasos, siempre semioculta, atenta a lo que ocurría a su alrededor. Con el paso de los días el temor que despertaba en mí la mujer de la bolsa se fue diluyendo y transformando en incomodo, pues mi vigor y fogosidad, cada vez que aparecía, se hacían añicos, con el consiguiente enfado de Lola. Y al incomodo siguió la curiosidad y de presunto vigilado pasé a centinela. Poco tardé en darme cuenta de que aquella mujer, bien entrada en los cincuenta, lejos de espiar a nadie, de querer saber de nuestras vidas y tocamientos, vigilaba con el único fin de que no fuese descubierto su más preciado secreto: oculta a las miradas de transeúntes y vecinos vaciaba su bolsa y dejaba, un poco aquí y otro allá, panes ahogados y afiladas raspas que los gatos de la calle recibían, cuando vencían su natural desconfianza felina, agradecidos. Supe también, fruto de mi labor de centinela, que la mujer de la bolsa recibía, cobrando, visitas en su casa y que este viejo oficio lo ejercía sólo y exclusivamente por necesidad, porque como declaró en el cuartelillo la primera vez que fue detenida, tras ser denunciada por algunos vecinos de moral intachable: ¿de dónde, si no, iba a sacar ella para dar de comer a los gatos?

miércoles, septiembre 06, 2006

F(r)OTextO 5: Autofoco

La inocua bombilla roja descansa desde hace años en un trastero que no visito. Su luz, la que dejaba ver cómo surgían del papel y de la plata emboscada las imágenes, reposa también agazapada en aquel lugar oscuro. Junto a ellas deben estar la ampliadora que vino de Checoslovaquia, los botes de revelador y fijador, seguramente agotados por el abandono, las bandejas en las que tenían lugar las apariciones, alguna caja de papel Valca -el más barato-, las pinzas, el ya entonces oxidado marginador, las tiras de prueba guardadas en alguna bolsa negra, la pesada Zenith traída de la URSS en no sé ya qué maleta, el fotómetro y su permanente beligerancia, sin luz ahora que lo rete, y fotos que rehuí, quién sabe por qué, y que hoy me escupirían, si tuviese la osadía de ir a buscarlas, los años a la cara. Sí, abandoné aquel mundo en el que cada imagen portaba consigo unos desvelos invisibles y me casé entonces con la nueva tecnología. El resultado está a la vista: ahora me encuentro, indefenso y desvalido, en manos del moderno autofoco que hace de mí lo que quiere; porque el que mi ojo sólo fuera ojo para aquel narciso amarillo y cautivador que triunfaba a la vera del camino no sirvió de nada, fue él el que impuso su ley, fue él quien me mostró la realidad, la que estaba tendida ofreciéndose extensa e impura a los pies del narciso: las hojas de los robles, los amentos secos de los abedules, las asexuadas palmas de los helechos, el tránsito habitual y monótono de la hojarasca, la voluntad nutritiva de la muertos. Debajo estarán las semillas, con suerte lo único que somos, pero para verlas deberé esperar a que aparezca una nueva generación (de cámaras quiero decir) que me abra más los ojos porque, hoy por hoy, parece que tengo los ojos en el culo.

miércoles, abril 05, 2006

F(r)OTextO 4: Évora (Juan Ramón Santos)

Cuando el jubilado americano, alto, rubio y algo desorientado, resbaló y cayó desde lo alto del claustro de la catedral, descalabrándose contra el impávido adoquinado de la rua do cenáculo, sólo la astucia de José, el sacristán, libró a la maltrecha economía de la diócesis de Évora de una segura y abultada indemnización. En cuanto arrancó la ambulancia, alterando con su sirena urgente el estrecho sosiego de las calles, corrió José como alma que llega el diablo hasta el mugriento taller mecánico del compadre António, pagando con generosidad su diligencia, y su silencio, con la firme promesa de una garrafa de bagaço. Un último toque de ingenio, homenaje a los años de emigración en Colonia, demoró la elaboración de la improvisada coartada, y apenas si sobraron unos minutos, dispuesta ya la escena catedralicia del resbalón, antes de que apareciera una pareja de policías desganados a efectuar rutinarios las primeras diligencias. Si lo tenemos puesto hasta en alemán, les mostró José convincente, pero es que la gente no le hace caso a nada. Al César lo que es del César y a Dios, lo que es de Dios, pensó José en cuanto la autoridad abandonó el templo, y no quedó en paz hasta confesarse a media tarde con el Deán, quien, sin que el fiel llegase a hacer siquiera propósito de enmienda, lo absolvió y alivió tajante diciendo, Pero, hijo mío, si eso no son más que mentiras piadosas.

viernes, marzo 10, 2006

F(r)OTextO 3: La mujer de luto y su sombra

La mujer de luto y su sombra son dos mujeres idénticas que se miran. No son necesarias las palabras para que se entiendan, nada importa la mudez de la sombra, su eco plano, seco, negro, inexistente. La mujer de luto y su sombra son dos mujeres idénticas pero no son la misma mujer; la una es propiedad de la otra y la otra es propiedad de la una, impostoras de sí mismas, pero no la misma mujer. El día hace de ellas suma, el sol les recita un verso herido de Vallejo, aquél que dice: “Mi casa, por desgracia, es tu casa”[1]. Pero no ansían la separación sino la cercanía que les permita sentirse, tocarse más allá de la continuidad eterna de sus extremidades. Presas, buscan el perfil adecuado, aquél donde pueda ser el párpado también párpado en la sombra, la lágrima también allí salada. Esa mujer de luto es su pasado. Y su sombra, por más que juegue en el crepúsculo a estirar los cuerpos, a encogerlos, a desfigurarlos, a tornarlos indecisos, a hacerlos desiguales, es esa mujer y su pasado. Pero no la misma mujer, no la misma, porque sólo una es material, tangible, sólo una soporta el injusto peso de esa ropas, la sombra poderosa del atrio que se cierne, la cruz que se recompone siempre al cerrar la puerta, la puerta de Dios en las narices.
[1] El verso al que se hace referencia dice textualmente: “Mi casa, por desgracia, es una casa,” y pertenece al libro Poemas humanos. VALLEJO, César, Poemas en prosa, Poemas humanos, España, aparta de mí este cáliz, Cátedra, Madrid, 1988, Edición de Julio Vélez.

jueves, febrero 16, 2006

F(r)OTextO 2: Nuno, el abogado

Cuando en el balcón del despacho de un abogado veas petunias colgantes, blancas y lilas, cuidadas con el esmero propio de un comprometido jardinero, puedes estar seguro de que ese abogado es defensor de causas perdidas. No vayas, pues, a buscar a Nuno, que así parece llamarse este hombre que antepone la belleza acampanada de las flores a la grafía de su nombre, a su despacho, al que sólo acude, siempre a deshora, para regar sus petunias y esparcir algunas migas que ayuden al sustento de las palomas que habitan en las cercanías. Tampoco le encontrarás por las cantinas próximas a la Praça 8 de Maio, Nunu C. ya no acude a ellas, como hacía cuando era un joven abogado, para evitar así despachar con los clientes del bufete asuntos de trabajo en lugares públicos. Hay quien dice que a veces toma café o come una francesinha en el Santa Cruz, una antigua capilla de la iglesia homónima ahora dedicada al negocio de la restauración, justo enfrente de su despacho, aunque nadie parece poder aclarar si lo hace en el interior, bajo su precioso techo abovedado, o en la terraza, desde la que podría vigilar sin esfuerzo el brillo de sus petunias. Nuno C. Mateus es un abogado extraño, cuya única causa, en este mundo que él encuentra tan inquietante, es ahora defenderse y su estrategia, quién sabe si acertada o no, ocultarse. No vayas, por favor, en su busca, permítele ganar este pleito, o alárgalo al menos hasta que el invierno haga suyas las petunias, retrasa el desahucio cuanto puedas.

miércoles, febrero 01, 2006

F(r)OTextO 1: Rua dos Coutinhos

Fíjate bien en las estrellas. Miran desde el universo íntimo de la habitación, que no es otra cosa que una triste ventana en cuyos cristales los astros (¿cuál será esa constelación en forma de vaca voladora?) simulan un amago de vida, quieren mantener vivo el descalabro. Dentro nada se distingue, salvo una contraventana inmóvil que desconoce si su próximo giro será para componer una penumbra infinita o para dejar que la luz llene el espacio que hay detrás de las estrellas. El cielo entero descansa sobre un café que se evapora y en el que sólo parece mantenerse de forma respetable la “fé”, a la que nunca alcanzará el oasis amarillo, porque su lugar está a la vuelta de la esquina, o en la misma esquina, que es donde se ha apostado el acento, la parte más sonora del pecado. Los azulejos, que nos indican una dirección, inútiles si no fuese por su estoica belleza, mienten. No iremos a ninguna parte, esperaremos quietos a que ese cielo portugués se derrumbe sobre nosotros. Será labor ardua y larga porque el tiempo, en el país vecino, se sienta y nos acompaña mientras también espera a nuestro lado su propia ruina. Y todo por alcanzar a tocar algún día, al menos, una letra del oasis; siquiera su acento, aunque nos sea tan extraño.